
La Habana olía a café quemado y a humedad de mercado viejo. Pablo y yo acabábamos de terminar un taller sobre evaluación, y yo, todavía medio perdido entre Power points y teorías, me había escabullido por un laberinto de puestos donde vendían artesanía: imanes y cuadros de distintos tamaños que mostraban coches de los años 50 o los bares emblemáticos —La Bodeguita del Medio, El Floridita, Sloppy Joe’s—, o la figura del Che mirando al infinito. También había collares de semillas y santos de yeso que parecían vigilarte mientras regateabas.
Pablo apareció con cara de inspector que acaba de perder a su principal testigo.
—Te has perdido otra vez —me dijo, con esa mezcla de enfado y resignación de quien ya ha asumido que su compañero de taller se guía más por el instinto que por el mapa.
Yo, fascinado por el espectáculo del mercado, le solté:
—Pero mira cómo me cuentan las cosas, Pablo. Esto vale más que una conferencia.
Y ahí, entre el ruido, el sudor y el olor a coche antiguo que aún cree que puede ganarle la carrera al tiempo, me habló por primera vez de la Grounded Theory, o teoría fundamentada. Lo dijo como quien confiesa un viejo amor metodológico: apasionado, pero desencantado.


